Tenían una mesa y un par de copas de vino. Estaban ellos, el valle y el atardecer, nada más. Charlaban sin móviles en la mesa, sin pretensión de hacer fotos ni stories, sin intención de impresionar a nadie. Disfrutando de forma genuina. Pausada. En calma.
La luz dorada lo teñía todo y su silueta, a contraluz, destacaba por delante de las montañas. Charlaban y se reían, pero no se oían sus voces. El sonido de las cigarras llenaba el ambiente, el calor apretaba y una ligera bruma hacía que los picos más altos se vieran azules y casi se mezclaran con el cielo, inalcanzables.

Fue de casualidad. Íbamos a un concierto a Cerler, pero al ser temprano decidimos continuar subiendo un poquito más en la carretera hacia el Ampriu y dar una vueltita. Aparcamos en un entrante de tierra de una curva ancha, en una zona donde la montaña se abre y te deja ver todo el valle de Benasque desde esas laderas lisas, cálidas y amarillas de agosto, ansiosas por ver cómo la nieve llegará en invierno para cubrirlas de blanco una vez más.
Una roca enorme y redonda nos llamaba a gritos, nos pedía sentarnos sobre ella a tomarnos esas aceitunas, esas papas fritas y esos refrescos que llevábamos en la mochila. Y debajo de ella, un pequeño riachuelo bajaba sonando como la mejor música de fondo.
Y ahí estaban. A unos metros, en la cresta de la montaña con las mejores vistas, una caravana aparcada en el camino de tierra. Junto a ella, un poquito más abajo, esa pareja disfrutando de esa manera tan auténtica de la bellísima puesta de sol.

Uno va encontrándose de vez en cuando con maestros de La Vida Buena. Hay que estar estar atento. Este momento lo sentí como una de esas lecciones y, para no perderla en el olvido, intenté capturarla con la cámara. Ojalá lo haya conseguido un poquito.