Madrugar por gusto. Entrecerrar la puerta para no despertarla con los ruidos de la cocina. Dejar el café infusionando sin prisa en el aeropress mientras me despierto viendo el previo de la carrera. Y justo antes de empezar, ponerle dos piedritas de hielo, que todavía me lo pide el cuerpo.
Pasear por la ribera en un día que huele a otoño por la mañana y que sabe a verano al mediodía. Preparar la comida, organizarla en dos tuppers y guardar “el trapo” en la mochila. Comer en cualquier sitio al aire libre, en el parque, sentados en el césped. Dormitar apoyado en su regazo mientras ella lee. Despertar con la duda de si habrán transcurrido 10 o 100 minutos.
Una ducha tranquila. Masaje compartido, primero yo y luego ella, con la luz tenue del atardecer, bossa nova de fondo y olor a ylang ylang. Sexo con ganas, con muchas ganas. Ponerme con las notas de la última lectura y planear la siguiente mientras Laura desconecta con sus plantas. Las limpia y las organiza. Las cuida. Diría que, de alguna manera, se comunica con ellas.
Qué rápido ha pasado el día pero qué bonito ha sido. Y qué agradecido me siento.
